lunes, 28 de julio de 2008

domingo, 27 de julio de 2008

Crónica sobre la lectura y escritura.

Empezaré aclarando que mi experiencia con la lectura y la escritura ha sido relativamente corta. Yo al igual que muchos jóvenes sufrí en mi infancia y adolescencia de un siniestro mal, que intentamos comprender y combatir, llamado: “el desinterés por la lectura”; mal que día a día afecta nuestra sociedad, nuestra cultura e identidad, capaz de extinguir la sensibilidad hacia el hombre y sus expresiones artísticas. Entonces usted querido lector, se preguntara por qué razón no me gustaba leer, pues, en realidad no poseo una respuesta clara, pero tengo la que un profesor de literatura me dio: “Ellos están ocupados viviendo su vida”. Llega al alma y es casi poética. Pero mi intención no es hablar de aquello, lo que quiero que sepan es la manera de cómo conocí este mundo y como me muevo dentro de él. Hablar de mi infancia sería absurdo ya que nunca me sentí interesado por tomar un libro y leerlo, a pesar de que mi padre era un excelente lector (¿hablo de mi infancia?). Nunca me llamó la atención seguir su ejemplo. Algunas veces, cuando me sentía aburrido y le hacía a mi padre un comentario al respecto, él miraba con a los ojos y me respondía de la siguiente forma: “Las personas inteligentes nunca se aburren, ve y busca un libro”.
Para mí, no era un consejo muy motivador ir por un libro cuando estaba aburrido, todo lo contrario, era lo peor que podían decirme. Creo que las primeras experiencias visibles en mi memoria son las historietas de “Calvin y Homes” que leía empedernidamente los domingos por las mañanas. Eran casi sagradas y súper divertidas. Nunca tuve a alguien que me leyera cuentos antes de dormir. Nunca tuve un verdadero profesor de español en primaria y segundaria, nunca tuve un amigo enrolado en el cuento de la literatura en mi adolescencia. Recuerdo con algo de nostalgia un día que mi mamá regaló la biblioteca a un colegio so pretexto que nadie leía aquellos libros y que estaban llenándose de ternitas. Un menos de nada vi una gran colección de títulos perderse, y lo peor es que después de muchos años, el recordar eso me causa una honda tristeza. Retomando el hilo, en los colegios que estudié nunca hubo un profesor comprometido con el arte y sobre todo con la literatura, no niego que no nos hayan puesto a leer “Cien años de soledad” o “La Odisea”, pero lo mas fácil del mundo era leer las sipnosis de aquellos libros. Somos una sociedad tan conformista y tan predecible que en las calles encontramos los resumes de los libros que siempre nos obligan a leer en los colegios.
Ahora bien, no tendría sentido hablar de algo que no existió, ni tampoco retomar vagos recuerdos pocos significativos en mi vida como lector. Ahora hablaré de mi primer contacto con la lectura. Eso fue más o menos cuando cursaba décimo grado. Es una historia muy graciosa ya que mi placer por la lectura comenzó gracias a un castigo impuesto por mi padre. Siempre he tenido el gusto por la música; gracias ellos aprendí a interpretar la guitarra, y gracias a ello, conservo una sensibilidad hacia la buena música. Después de aprender a tocar bien la guitarra, ella se volvió una especie de vicio en mi vida; abandoné vida social, estudios, muchas cosas por estar encerrado en mi cuarto con mi guitarra eléctrica, mi amplificador y mi rock. Desafortunadamente, por esa época entregaban el boletín del primer periodo académico y mis calificaciones sobrepasaban cifras monstruosas. La culpable, no había duda, era esa demoníaca guitarra que no me soltaban y que me tenía atado a sus estruendosas cuerda. La solución: decomisada por un mes. Entonces poco a poco comencé a sufrir los padecimientos del adicto. Entraba en una especie de desesperación demoníaca y para colmo los días se hacían eternos. Fue un momento difícil en mi vida porque nunca había recibido un castigo como aquel. Entonces, un día mi padre me vio acostado en la cama mirando hacia el techo. Yo tenía una mirada perdida motivo por el cual mi padre como si comprendiera mi estado me preguntó: “¿Andas muy aburrido? Las personas inteligentes nunca se aburren. ¿Por qué no lees un libro?” ¿Leer un libro? Pensaba. Que absurdo suena para estos tiempos pero que inteligente se oye. Mi padre se había marchado y yo quedaba nuevamente solo en mi habitación. El aburrimiento me invadía por completo, casi no me dejaba respirar. Así que me decidí buscar “un libro”. Fue una tarea difícil ya que, como dije anteriormente, mi madre había regalado todos los libros a un colegio. Me sentí decepcionado porque en mi casa no había huellas escritas de un maldito libro. Por suerte del destino encontré “Cien años de soledad”, este no era un resumen, era una versión vieja de oveja negra. Así que empecé; las primeras páginas eran el preludio de un nuevo mundo; el hielo, la tierra, macondo. La aventura se iba extendiendo en mi cabeza y no pude parar de leer. El libro me había consumido por completo. Podría decirse que ese fue mi primer paso en la literatura. Extraña paradoja. Confieso que no lo terminé de leer “Cien años de soledad” porque me levantaron el castigo, entonces lo dejé a un lado. Pero en mí crecía esa semilla que luego me impulsaba a robarle los libros a mis compañeros del colegio (con justificación) y empezar a sumergirme en historias inigualables.
Ahora bien, al cursar undécimo grado leía cuanto se me pasara por la cabeza. En el colegio empezaba a tener fama de “lector”, es decir, bicho extraño, aunque no desplazado. Tenía la sana (o insana) costumbre de sacar un libro en medio de la clase de matemáticas, física o español, y leer hasta que el profesor, ya por fuera de sus casillas me obligaba a guardarlo. Para las personas que leen y odian los malos profesores comprenderán lo bueno que es leer un libro en una mala clase. Recuerdo esos primeros títulos: La Iliada, La Odisea, La Vorágine, El Extranjero, La Náusea… Cuando me gradué tuve dos opciones de estudio: música o español y literatura. Mi papá quería que yo estudiara español y mi mamá música, así que fue una decisión difícil de tomar, pero terminé escogiendo la literatura. En mí esa semilla empezaba a dar sus frutos. Al entrar a la universidad mi conocimiento y mi experiencia con los libros se fue expandiéndose deliberadamente. Era como una afición, como un vicio. El querer investigar sobre autores, sobre sus libros, sobre la escritura se convertía en mí en una pasión casi enfermiza pero muy agradable. Abandoné siete años de guitarra para adentrarme en la literatura. Creo que la verdadera razón por la cual escogí español fue porque creí que mi ciclo con la música había terminado y que ahora empezaba el descubrimiento por el arte escrito.
En la universidad conocí lo que en muchos años ignore. Tratar de describir lo que hace la literatura en mí es un poco difícil, porque las palabras faltarían para hacerlo. Hay un viejo refrán que dice: “el que lee, escribe”. Eso mismo sucedió con mi persona. Gracias a la colaboración de un profesor de literatura y a su fantástico taller de producción literaria que tanto le hace falta a la carrera, que nos enseñaba a comprender y sentir el arte de escribir, poco a poco mis conocimientos literarios y de carácter técnicos fueron expandiéndose. No llevo diez, quince, veinte años, mi tiempo es relativamente corto, soy un lector normal, no un gran lector. Pero conozco y eso me motiva a seguir conociendo, sin parar siempre con ganas de descubrir poco a poco lo inexplotable de la escritura. Ahora, intento hacer cosas que me agraden. No basta con tener la voluntad, es necesario hacerla nuestra, apropiarnos de ella. El arte de escribir exige lo máximo del hombre, y lo máximo implica la inteligencia, el conocimiento, el talento y la disciplina. Me gusta aprender leyendo, me gusta explorar los libros y encontrar en ellos ese aliento de vida que difícilmente puede darnos la tele. Hablar mas seria inútil, ustedes ya saben mucho sobre mí.

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El trofeo de la navidad

Lo vi escondiéndose detrás del camión de los panes, después hacerme varias señas con la mano para que me arrimara a él. No me atreví a hacerlo, preferí quedarme donde me encontraba. A lo lejos vi que metía la mano por un pequeño agujero y rápidamente sacaba dos panes de quinientos pesos. La sonrisa le creció como el cielo, y la expresión de sus ojos era como la mía: estábamos contentos porque íbamos a comer pan después de haber caminado los dos juntos toda la noche y la madrugada, jugando a pisarnos la sombra y a robarnos las latas de cerveza que dejaban tiradas los borrachos que se dormían en la taberna de doña Pancha. Es bueno robarse las latas porque las vendemos en la casucha del reciclaje, y así podemos jugar maquinitas donde la vecina. Los cohetes estallaban en el cielo y los perros corrían asustados buscando un lugar en donde esconderse. Algunos paisanos de mi papá seguían tomando y cantando medio borrachos, y los niños en pijamas salían mostrando por toda la cuadra sus nuevos juguetes. Sebas escondió los panes que sacó del camión y emprendió la huída. Yo miré hacia la tienda y vi al señor que vende los panes sentándose junto con los paisanos de mi papá. Ya no había problema, no seríamos pillados. Un cielo que siempre recordaré era adornado por muchas nubes con formas extrañas. Sebas se escondió en la esquina, sacó los dos panes de quinientos de sus pantalones y desde allá, me hacía señas con las manos para que me acercara a él. Yo corrí con todas las fuerzas de mis piernas. Mientras corría, pensaba en que ahora que comiéramos, podríamos ir a la montaña del perro y cazar algunas lagartijas. A Sebas y a mí nos fascinaba esa idea, y más en un día como este, porque todos los grandes están ocupados pasándola bien, y no tienen casi tiempo para molestarnos.

Cuando llegué Sebas ya se había comido medio pan, y vacilaba para entregarme el otro. Los dos reíamos sin parar. Comimos como los perros que permanecen escondidos debajo de las bancas. Cuando terminamos, le dije a Sebas que mirara el cielo y me dijera qué figura veía en las nubes. Sebas rió y alzó la cabeza. –Es un rinoceronte –dijo él. Yo miré al cielo y me quedé pensando en lo que había dicho. —¿Qué es un rinoceronte? —pregunté. Al escucharme soltó una carcajada, algunas migas de pan brincaban de su boca y caían en mi camisa nueva. —Es como un elefante —respondió—, pero sin el moco y con un cuerno de unicornio en la trompa.

Me quedé pensando por un momento en lo que había dicho Sebas, pero al final no le di importancia porque no entendí nada. Las nubes seguían dibujándose en el cielo, y si uno miraba hacia abajo parecían lunares grandes adornando la calle. Sebas terminó de comer y corrió hacia la montaña del perro como habíamos acordado para atrapar algunas lagartijas. Al llegar a la montaña, Sebas sacó su cauchera y se puso de cuclillas. Esperamos varios minutos en silencio. Sebas mantenía la cauchera lista para que al primer movimiento la descargara en alguna lagartija. Él es muy bueno con la puntería. El viento levantaba un polvo de tierra, y el sol nos quemaba las pestañas. De repente, mientras pensábamos en irnos porque llevábamos esperando una eternidad, una lagartija pequeña de varios colores en la panza apareció a mi vista. Yo la señalé, y él sin pensarlo dos veces descargó con la cauchera una piedra en la cabeza de la lagartija. El animal murió al instante. Yo corrí a cogerlo y Sebas me gritó a lo lejos que tuviera cuidado porque a las lagartijas les gusta hacerse las muertas, y cuando las levantan para llevárselas, abren los ojos y lo muerden a uno. Pero a pesar de haberme dicho todo eso, no tuve miedo y la cogí con mis manos. La lagartija sólo movía la cola. Rápidamente Sebas llegó a mi lado, me arrebató al animal y dijo que era el trofeo de la navidad. La verdad no entendí, pero reí porque todo lo que Sebas dice es para reírse. También dijo que le iba a inyectar gasolina a la lagartija para prenderle candela, y que es muy chistoso hacerlo cuando están vivas. Eso a mí me pareció muy cruel, le dije que no lo hiciera, pero me puso las manos en la boca y dijo que no importaba porque ya estaba muerta. Al final le di la razón. –Ya tenemos mi lagartija —dijo mostrándome el pequeño cadáver en sus manos—, esperemos por la tuya.

Así que esperamos por más de veinte minutos y nada. El sol nos estaba cansando en la cabeza, y la arena crecía a nuestras espaldas y no nos dejaba respirar bien. De repente vimos a un hombre que a los lejos se acercaba. Sebas y yo nos escondimos detrás de un árbol en su espera. Cuando lo pudimos distinguir, Sebas dijo que era su papá. Entonces pegó un brinco como medio asustado, me entregó la lagartija y se fue corriendo. Lo vi alejarse, llegar donde su papá que lo esperaba y protegerse la cabeza mientras le daban varios coscorrones. Luego miré a la lagartija, hice un hueco en la arena y la enterré ahí. La verdad no quería quemarla porque me dio mucho pesar imaginármela en medio de las llamas. Al terminar saqué un trozo de pan que había guardado en mi bolsillo y me fui para la casa comiéndomelo. Los cohetes seguían estallando en el cielo, y los perros permanecían asustados bajo las bancas.

La visita a un enfermo

Es extraño tener que mirar un espectáculo como este, y digo espectáculo porque adonde quiera que vaya con Lola, parece que estuviéramos en una especie de circo espacial de televisión de los años setenta. Y me da miedo presenciarlo, sentirlo, ser aquel espectador invisible que observa todas las cosas con un detenimiento de muerto tras un vidrio; entonces mis manos no dejan de temblar y sudar, y fuerzas ajenas a mí me poseen, controlan mi cuerpo y no dejan que yo me mueva. La verdad no culpo a Lola; sé que ella es una de esas chicas especiales que no tienden a aburrirse, aquellas chicas que son alegres, radiantes, diferentes… No la culpo, sólo soy su amigo.

Así que veo cómo Lola toma a ese pobre viejo de las manos, que espera el tren del otro mundo, para besarlas con detenimiento, fingiendo un dolor de rayos X, una amargura sociable y una felicidad resistida. Sé que ella lo estima, y es por eso que se toma todo el tiempo del mundo en besarle las dos manos arrugadas y llenas de manchas marrones.
El viejo parece una momia de museo; no dice nada, no se mueve, no parpadea, fuerzas no le quedan para pronunciar la más mínima sílaba. Y todos lo miramos, como si fuera la mayor atracción de aquel polvoriento hospital. Hasta la mamá de Lola (el verdadero pariente del viejo), está sumergida en una especie de admiración que me enferma. Y luego nuestras miradas se entrecruzan distraídas; miradas simples que podrían asustar un vivo amanecer, miradas que no dicen nada en absoluto. Creo que nos miramos para saber que seguimos vivos.

–¡Viejo! –dijo Lola apretándole las manos–, mi pobre viejo sucio. Si me escuchas apriétame las manos. Aquí estamos todos, tu verdadera familia, acompañándote para que no te mueras solo.

Miré a Lola por varios segundos tratando de comprender todo lo que le decía. ¡Qué locura! Yo no pertenezco a su familia; ni loco me emparentaría con Lola. Además, tampoco pienso morirme con este señor. Pero algo en mí hace que piense en mi muerte, en esos ulteriores momentos de mi vida, en la extinción de mi aliento. Entonces sólo me atrevo a mirar a Lola que sonríe disimuladamente, pero ella no me mira. Ahora comprendo cómo Lola maneja estas situaciones, qué tipo de ternura hay que saber fingir. Y más allá de los tres, su mamá permanece en silencio; parece como si estuviera muerta, pero no, sigue de pie junto a nosotros observando con la mirada perdida las flores que la enfermera trajo esta mañana. Y el viejo, ah… pobre. Lola pasa una mano sobre la cabeza rapada del viejo como si quisiera darle un consuelo. Él mueve los párpados y abre los ojos, luego los voltea hacia arriba y todos vemos cómo se ponen blancos, en ese instante los cierra. Entones Lola reacciona:

–¡Viejo! –repitió manteniendo firmeza en su voz–, no te preocupes por eso; la muerte no es nada, si fuera algo, de seguro no nos moriríamos, no vendría por nosotros. Ella es como un saludo a algo nuevo. ¿Recuerdas? Un saludo. Sí, como cuando fuimos a la finca y llegamos a la casa y Evangélico salió moviendo la cola y tú lo saludaste y luego le regalaste un pedazo de fruta que guardabas; sí, así es la muerte, además, sé que irás a mejor lugar. ¡Viejo! Apriétame la mano.

El viejo sin fuerzas apretó su mano. La mamá de Lola y yo nos quedamos mirando cómo el viejo sacaba el esfuerzo del cuello. Ella seguía acariciando sus dos manos y de vez en cuando soltaba una leve sonrisa. Por la expresión de su rostro podía ver que la partida de este viejo decrépito iba a dolerle mucho, que no sólo estábamos acompañando a un desconocido mientras se moría, mientras nos dejaba sus últimos suspiros, no, era diferente, era una especie de despertar en medio de las tinieblas. Hubiera sido mejor no acompañarla a este lugar; me producen asco, miedo, sofocamiento, ansiedad. No soporto estas paredes blancas, esta iluminación de zombies, esa esperanza perdida por la vida ni la falsa amabilidad de las enfermeras. Me aterra pensar que algún día podría llegar acá y morirme como lo está haciendo aquel viejo; sin que a nadie le importe, con poca familia alrededor y dándome alientos para morirme tranquilo… ¡Para morir tranquilo? ¡Cómo podría morir yo tranquilo? ¡Nadie podría morir tranquilo si sabe que morirá! Es absurdo pensar en eso, además, no puedo imaginar las palabras que podrían decirme en mi lecho: ¿la muerte es otro camino?, ¿debes morir para que otros vivan?, ¿no hay nada que hacer?, ¿descansa que pronto morirás?, ¡no! Me sería más útil escuchar las metáforas de Lola.

El viejo respiraba con dificultad, exhalando sus últimos segundos, su agonía era como el principio de la eternidad.

–¡Viejo! –dijo Lola–. No te preocupes si te mueres. Lo que debes hacer en este momento es pensar en lo que vas a decirle a nuestro Señor de mí –la mamá de Lola la miró a los ojos con un rostro de indignación, luego volteó la mirada hacia el rostro arrugado y agónico del viejo; los ojos estaban bien cerrados, las respiración era dificultosa y no más movía algunos dedos de la mano que Lola le sostenía entre las suyas–. Cuando llegues allá arriba, le dirás al Señor que me agilice las gestiones que tengo acá, además, si las cosas me salen bien sabré que eres tú quien me estará ayudando. ¿Verdad viejo? ¿Verdad que cuando te mueras vas a hablar con el Señor para que me ayude acá abajo? Y también le dirás que soy una bacana, bueno; él ya lo sabe, pero no me vendría mal que le repitieras…

Cada vez que Lola decía algo su mamá se persignaba. El viejo seguía apretándole la mano, y la expresión del rostro se me asemejaba a la de un recién nacido que duerme mientras alguien pone el dedo en su mano y él se ocupa de apretarlo con una ligereza de polluelo. Pude ver que la mamá de Lola murmuraba algo, pero mirando la expresión de su rostro deduje que era uno de esos oxidados Padrenuestros. Lola lo veía con una ternura cruel. Los segundos parecían horas y nuestras vidas parecían vacías. A veces pensaba que ese viejo que moría era yo, como si los papeles hubiesen sido intercalados y a mí me correspondiera morirme. Cada vez que lo miraba un frío de tumba recorría mi espalda, y cuando veía con qué esfuerzo apretaba los dedos de Lola, el estómago comenzaba a dolerme.

–¡Viejo, viejo! –dijo Lola–, no te olvides de mí que yo no me olvidaré de ti. ¿Recuerdas todo ese tiempo que viviste en mi casa? Parecías un fantasma, y no por tu apariencia, era porque nunca te veía. ¿Recuerdas que un día te lo dije? ¿No? –luego miró hacia una ventana que dejaba entrar el aire seco de anochecer–. Bueno, igual no recuerdo si esto te lo dije un día, pero tú sabes cómo soy yo mi querido cabeza rapada, invento tantas cosas… ¡Viejo! Te extrañaré si haces lo que te dije.

La mamá de Lola se persignó por última vez y con una voz casi apagada le dijo:

–¡Señorita! ¿No estás viendo que él está a punto de morirse y tú jugando con su conciencia? ¿Con lo poco que le queda de vida? ¡Dios mío! Si sigues hablando de esa forma no sé qué podría…

Lola no la miró. De su boca salió una ligera sonrisa, cargada de piedad, de ambición. Era extraño tener que presenciar un espectáculo como este; preferiría un campo de concentración, o el hundimiento de un barco, o una pandemia, cualquier cosa menos esto. Estaba volviéndome loco. Mi cuerpo quería huir de este manicomio.

–Viejo –repitió Lola–, no te hubieras muerto, me caías bien, así hayas vivido dos meses y veinte días en mi casa, me caías bien, pero lo que en realidad necesito es que le digas al Señor lo buena que he sido; sé que me ayudarás…

Entonces la enfermera abrió la puerta y todos la vimos entrar. Su uniforme radiaba luz y hacía que los ojos nos ardieran. Se acercó a la cama y le tomó el pulso al viejo con una paciencia que nos confundió. Lola miraba hacia la ventana y su mamá seguía murmurando entre dientes. La enfermera muy despacio y con una voz suave dijo a la mamá de Lola que ya era hora de que nos fuéramos. Ella asintió con la cabeza; tomó sus cosas y empujó suavemente a su hija con una mano. Miré a Lola pero no me regresó la mirada; seguía suspendida en el tiempo, en aquella percepción del cielo de un séptimo piso, sin decir nada, sin inmutarse, sin moverse, extrañando con delicadeza al viejo que pronto moriría. Al darse cuenta que seguía viva, besó por última vez la mano del viejo y rápidamente salimos de la habitación. No hubo tiempo para despedidas y eso me sorprendió. Mientras caminábamos por un pasillo blanco Lola dijo que no volvería a presenciar un espectáculo como este.

MARCO TEÓRICO (Taller de escritura)

Para darle inicio a una sustentación teórica del taller de escritura, es necesario ubicar al lector en algunas consideraciones atribuidas al ejercicio de escribir. Primero que todo, se debe resaltar la capacidad simbólica o el aspecto simbólico del hombre;[1] comprendiendo esta concepción simbólica del ser, es más sencillo darle al ejercicio de la escritura algunas nociones objetivas de lo que significa escribir en el aula. Es necesario comprender la escritura como una tecnología del pensamiento y a su vez como un complejo fenómeno semiótico[2]. La escritura es una tecnología acta para la apropiación y comprensión del lenguaje; es una herramienta de construcción lógica del pensamiento[3] y además, sirve como exploradora de la conciencia humana, como canal al dolor y por supuesto, a la felicidad. Asimismo, la escritura establece un encuentro a profundidad con la vida, la existencia y la muerte.

Otras nociones sobre escritura han contribuido a replantear los conceptos tratados en el taller y han servido de pilar para su creación. Es de gran importancia comprender la escritura como una forma de usar el lenguaje, de realizar acciones para conseguir objetivos[4]. El hombre constantemente utiliza sus herramientas para cumplir algo deseado, para lograr una meta. Es por eso que, es necesario hacerle comprender al estudiante la fuerza y la influencia que posee el texto escrito en la sociedad. Entre tanto, el aprender a escribir es darle a la integridad del estudiante una serie de valores sociales y morales útiles para vivir en comunidad; escribir no sólo alcanza una dimensión educativa y estética, escribir puede adquirir una dimensión política[5]. En contadas palabras, el taller de escritura se aferra fuertemente a la propuesta de Daniel Cassany cuando se refiere al aprendizaje de la escritura como un elemento que transforma la mente del sujeto, atribuyéndole también al uso escrito propiedades que facilitan el desarrollo de nuevas capacidades intelectuales, tales como el análisis, el razonamiento lógico, la distinción entre datos e interpretación o la adquisición del metalenguaje[6].

Ahora bien, más que una propuesta sobre nociones de escritura, el trabajo hace énfasis en cómo aquellas nociones se deben tener en cuenta para un aprendizaje óptimo del código escrito, es decir, el cómo enseñar a escribir por medio de un taller. En este trabajo también se adoptan las tesis que defienden la mediación de la oralidad como elemento imprescindible para la adquisición del código escrito:[7] “El niño y el adolescente acceden al escrito a través del diálogo”.[8] Esto es importante para el taller, ya que la explicación del tema a tratar, la comprensión y asimilación de este, se fundamentan en la oralidad que domina el profesor, y sólo así, el estudiante es capaz de reconocer y abstraer su pensamiento a códigos escritos. También, se alude al trabajo en conjunto por su carácter formativo y motivador en el estudiante: “El trabajo cooperativo resulta mucho más beneficioso: genera motivación intrínseca, fomenta actitudes positivas e incluso consigue un mejor rendimiento de aprendizaje.[9]

Por un lado, la elaboración del taller acoge propuestas de trabajo en conjunto, con la intención de que cada estudiante asuma responsabilidades hacia su él mismo, los compañeros, el profesor y sobre todo, hacia su proceso de aprendizaje. Es lo que llama Daniel Cassany “interdependencia positiva”.[10] De este concepto, se defiende la idea de valorar positivamente las “ayudas” que cada aprendiz ofrece a sus compañeros, en forma de aportación de contenido para un texto, revisión de aspectos formales, lectura e intercambio de opiniones.[11]Por otro lado, es complicado abordar un taller de escritura sin tener claro los objetivos de la enseñanza. Este taller está enfocado hacia los dos objetivos de enseñanza específicos propuestos por Daniel Cassany: Adquisición de información e incrementar la conciencia sobre la composición.

Respecto a la adquisición de la información, cabe decir que en este objetivo se encuentran aquellas actividades que van dirigidas a incrementar los conocimientos del aprendiz sobre la lengua escrita, los procesos de composición o las actitudes y valores de la escritura.[12] La adquisición de la información es la base por la cual el estudiante sustentará su producción escrita, al mismo tiempo, es fundamental porque proporciona los conocimientos necesarios para el desenvolvimiento y desarrollo del taller. El incrementar la conciencia sobre la composición resulta igual de importante al primer objetivo puesto que el aprendiz adquiere la capacidad de analizar los distintos pasos que sigue; que se dé cuenta de los bloqueos que acontecen, que identifique y verbalice las emociones y las sensaciones que tiene, que las contraste con las de los compañeros y del docente”. [13]No hay que olvidar la importancia del modelado a la hora de abordar el taller. El profesor es el que debe dirigir de principio a fin la elaboración del taller de escritura. Es en él en quien recae la responsabilidad; aquel capitán que orienta a su tripulación hacia nuevas tierras. Dice Cassany que se debe empezar a escribir con los aprendices y ofrecerles modelos “expertos” del proceso de composición.[14]

De la mayoría de los aspectos tratados en la elaboración del taller de escritura, la cooperación entre los estudiantes adquiere un papel delicado y preciso, es decir, mientras exista el reconocimiento del otro; de su forma de pensar y opinar, una aprobación de sus acciones, una conversación sobre la actividad compositiva; el proceso de aprendizaje tendrá un desarrollo óptimo y agradable en el estudiante. Entre las formas adoptadas en este trabajo, se pueden señalar las siguientes:

  • Diversos aprendices trabajan juntos durante toda la composición, el aprendiz trabaja solo, en principio, y la responsabilidad del texto es individual, pero cuenta con la ayuda de compañeros para resolver tareas como: otro lee un borrador y le da una visión de lector intermedio[15]

Para el desarrollo del taller, se ha tenido en cuenta diversos componentes destinados a aprender a redactar biografías. Entre los cuales cabe destacar el contexto real (pone en contacto al aprendiz por primera vez con el uso lingüístico que aprenderá) el calentamiento (preparar psicológicamente al aprendiz para la secuencia), la presentación de ítem (ofrecer a los estudiantes el material lingüístico necesario para producir el uso que se está aprendiendo) las prácticas controladas (el estudiante ejercita las formas lingüísticas adquiridas). Es importante tener en cuenta que hay que trabajar sobre unidades completas de significación, textos completos y no fragmentados, además, el trabajo va dirigido a estudiantes en condiciones de comprender, interpretar, analizar y producir textos según sus necesidades de acción y comunicación.[16]Asimismo, el trabajo aborda aquellos procesos referidos al nivel intratextual, haciendo énfasis en la superestructura textual, es decir, la forma global como se organizan los componentes de un texto, el esquema lógico de organización del texto.

A manera de conclusión, el taller de escritura es un trabajo en conjunto, que posee unos objetivos y una estructura, en donde el rol del profesor abarca espacios fundamentales y la cooperación mutua es el motor del aprendizaje. Es por eso que el taller se ve en la necesidad de abarcar todos estos conceptos para la conformación de un proyecto que se acople a las necesidades de los estudiantes y a las necesidades que exige la identificación y el dominio de la escritura.



[1] GÓMEZ MORENO, Wilson. Cinco apuntes sobre escritura. En: APUNTES AL MARGEN, Didáctica de la escritura. Editorial Sistemas y Computadores. Bucaramanga 2008. Pág. 37.

[2] Ibíd. Pág. 40.

[3] Ibíd. Pág. 41.

[4] CASSANY, Daniel. CONSTRUIR LA ESCRITURA. Capítulo 1: ¿Qué es escribir? Editorial Paidós. 1999. Pág. 25.

[5] Ibíd. Pág. 38.

[6] Ibíd. Pág. 47.

[7] CASSANY, Daniel. CONSTRUIR LA ESCRITURA. Capítulo 3: ¿ Cómo enseñar? Editorial Paidós. 1999. Pág. 144.

[8] Ibíd. Pág. 144.

[9] Ibíd. Pág. 147.

[10] Ibíd. Pág. 148.

[11] Ibíd. Pág. 148.

[12] Ibíd. Pág. 152.

[13] Ibíd. Pág. 153.

[14] Ibíd. Pág. 156.

[15] Ibíd. Pág. 158.

[16] Lineamientos curriculares. Lengua castellana. Un eje referido a los procesos de interpretación y producción de textos. Pág. 61.